viernes, 12 de noviembre de 2010

Apetito

Mi amado Frank.

Hace mucho tiempo que me obligué a que nada supieses de mí. Te privé de aquello que, por tus palabras y muestras no dejaba de comprobar, estabas queriendo hasta límites que nunca antes habías imaginado. Ninguna culpa tienes si esos sentimientos ya no encuentran cobijo en ti pero has de saber que no consigo discernir qué me produciría más dolor: si el que hoy mantuvieses el mismo apetito por mí, con lo que ello estaría significando para tu alma; o que hubieses dejado de hacerlo, con lo que significaría para la mía.

Ahora, encontrándose mi vida en el límite de su resistencia, siento que no debo esperar más para explicarte el motivo de mi ausencia. Si no lo hago ya, creo que la razón se pudrirá conmigo en la eternidad.

Estoy segura, vida mía, que habrás recorrido tenebrosos caminos impelido por la necesidad de saber, de conocer, de agarrarte a alguna palabra o gesto con el que salvarte de la caída al abismo ante el que posiblemente te dejé; pero me jugaría la poca vida que ya me queda sin riesgo alguno, mi alma, a que has huido de las respuestas que mejor habrían satisfecho ese anhelado fin con tal de evitar tu más severa condena hacia mí y a todo lo que por ti siento y he hecho.

Quiero que sepas, tesoro mío, que mi alma yace en ese abismo no por estas palabras, que al fin puedo brindarte, sino desde aquella despiadada mañana en la que me arranqué de ti. Has de saber también que la oscuridad  aquí es impenetrable, que tu recuerdo, lejos de iluminar, abrasa, y de mí queda poco más que ceniza.

Contigo, porque me devolviste a la vida, porque me encendiste, y espero que hoy lo comprendas al leer estas letras, marchándome, con esta distancia que me impuse obligada, quise saldar mi deuda.

Necesitaba tanto que fueses mío, que fueses yo, ser tú, que sudar como un único cuerpo dejó de servirme. Necesitaba más. Cada arrebato te necesitaba más en mí. Ya no quedaban sabores que saciasen mi hambre de ti. Era tan salvaje mi deseo que devorar tu alma se acabó convirtiendo en un simple aperitivo. Cada día, cada hora, cada minuto, cada segundo te deseaba más, me apetecías más, peligrabas más...

Lo siento como nunca, hambrienta hasta un fin que ya puedo saborear.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Cormac McCarthy

"Se quedó escuchando el goteo del agua en el bosque. Lecho rocoso, este. El frío y el silencio. Las cenizas del mundo difunto trajinadas de acá para allá por los crudos y transitorios vientos en el vacío. Llevadas, esparcidas y llevadas de nuevo. Todo desencajado de su apuntalamiento. Sin soporte en el viento cinéreo. Sostenido por una respiración, temblorosa y breve. Ojalá mi corazón fuese de piedra."




The road, Cormac McCarthy
ISBN: 978-84-99083-46-9







jueves, 9 de septiembre de 2010

Cuando el firmamento estrellado brilla de espaldas

Aquel niño que durante un tiempo tocó el brillo de las estrellas se vio sumido en noches de impenetrable capote, sufrió la indiferencia de éstas por brillar para él, sintió que, ignorantes de su anhelo, el firmamento engullía con cruel facilidad su destello.

Dejó de creer en volver a ver aquel cielo, abierto de par en par, entregándose a sus sentidos. Perdió la esperanza de volver a bañarse bajo el jovial manto luminoso. Rehuía volver a alzar la mirada con la esperanza de verlas de nuevo. Pero en una noche en vela, la más turbia de todas cuantas había conocido hasta entonces, le pareció advertir un ronco quejido. Prestó atención, y cada vez lo percibía de forma más intensa, con mayor claridad. ¡Ahí estaban! Y querían lucirse ante él, querían bailar con él, querían verlo bañarse de nuevo entre ellas.

Mucho tiempo había pasado ya, pero luchó contra el cielo para conseguir liberarlas de su gula, para que desencadenasen nuevamente sobre él su destello, para que luciesen el mejor esplendor en su propio baile de gala. Abnegado en su contienda, inmóvil sino en su liberación, cuando al fin se convenció de que nada se interponía, descubrió aturdido que hacía muchas noches, años de crepúsculos, que su cielo estrellado no podía contemplar la feroz lucha que por él estaba manteniendo. Como si de una alucinación se tratase, el cielo nunca había dejado de brillar, pero lo había estado haciendo de espaldas a él. Desde ese momento, la noche en la que le pareció oír quejarse a las estrellas dejó de ser la más turbia de todas cuantas había conocido.

domingo, 22 de agosto de 2010

Burbuja de olvido II

(...)
En mar bravo fondeé
sufriendo la desventura
calma chicha soporté
como anclado en la tortura

Ya sin faro en que confiar
pero guiada por mi herida
la noche impuso abordar
la odisea de partida.

Sopló el tiempo su dictamen
abriendo fiero el velamen.

Sin olvido del recuerdo,
sin recuerdo del olvido.


lunes, 16 de agosto de 2010

Burbuja de olvido

Navegando a la deriva
en velero de papel,
sin ninguna expectativa
brújula ni timonel.

Embarcado en la añoranza
siendo sólo polizón
barruntando la esperanza
surqué un mar de sinrazón.

Sin un amarre al que asirme
sin olor a tierra firme.

Sin olvido del recuerdo,
sin recuerdo del olvido.


jueves, 29 de julio de 2010

Enseñadme a huir (Completo)

     Nadie sabía qué le pasaba, pero todos tenían el arrojo de opinar desde su propia, personal y particular realidad. Unos, lo achacaban a un egoísmo sibilino; otros, defendían una evidente incapacidad emocional. Aún había quien mantenía el convencimiento de que había erigido una extraña doble vida a sus espaldas y, como si de un secreto, idílico y recóndito apartamento en la costa se tratase –y para el que se reservan los más intensos momentos–, había ido llenando una vida que les era ajena en detrimento de la que pensaban que les pertenecía, sintiéndolo como una ofensa personal.

     Seguro que se podrían crear más grupos, tantos como llegar a superar el número total de especuladores participantes en el entretenimiento. Por ejemplo, la mitad de ellos decía entender ligeramente sus razones, mientras que la otra mitad se mostraba intransigente en su condena sobre el asunto. De la misma forma, todos y cada uno decían ser los mayores conocedores de su persona y, por tanto, de sus más profundos pensamientos, abanderándose de este modo de una mayor potestad en su análisis. Ocasionalmente, cuando se alzaba de entre todas una voz especialmente lacerante, el resto asentía como si hubiesen estado reteniendo el comentario que un valiente tenía, al fin, el coraje de articular. Luego, tras unos instantes de complacencia colectiva, se esforzaban en interpretar un leve susurro mucho más clemente, más compasivo, y era entonces cuando se recostaban en sus asientos, abatidos por la culpa de un juicio frívolo y gratuito a todas luces, evitando que sus avergonzadas miradas pudiesen cruzarse.

     No obstante, al ser la culpa una desagradable carga de la que cualquiera quiere desprenderse, acababan recuperando los más duros argumentos de cuantos se habían vertido contra él, con el claro propósito de escapar hacia emociones que resultasen más llevaderas. De este modo podían volver a incorporarse paulatinamente en sus asientos, incluso abocarse sutilmente buscando de nuevo encontrar sus satisfechas miradas, disfrutando de un inesperado bienestar al sentirse liberados moralmente con algo tan obvio como era descargarse con el objetivo adecuado.

     Fue en esas, coincidiendo con el momento de mayor convencimiento sobre como debían afrontar el asunto, cuando Agustín hizo aparición ante sus ojos. Ello provocó que súbitamente se congelaran los rostros de todos los presentes. Parecía imposible que un solo segundo sirviese de tránsito entre la comunión a la que creían haber llegado, tan solo unos instantes antes, y la cómica escena de conversaciones entrecortadas y miradas que huían tanto de Agustín como de la ridícula reacción de todos y cada uno de los demás. Una vez comprobada la inutilidad de tanto esfuerzo por disimular ante él, Agustín les ofreció dos posibilidades.

     –Amigos míos, tenemos dos opciones –dijo–, podéis atender al ruego que me veo obligado a haceros; o bien, me retiro hasta otro día para que mi desafortunada presencia no altere las disquisiciones que os ocupaban hasta mi inoportuna llegada. Vosotros decidís.

     El cerrado silencio que se hizo cuando empezó a hablar acabó salpicado de risas nerviosas y condescendientes comentarios en cuanto calló. Por un momento pareció repetirse el desconcierto que acompañó a su entrada debido al batiburrillo de sonidos ininteligibles que se formó. A Agustín, ver como sufrían por una situación que sólo ellos habían provocado, le producía un extraño gozo difícil de ocultar.

     –Entiendo, por la falta de respuesta, que preferís que vuelva mañana. Ningún problema. Sé hacerme cargo.
     –Algunos estamos preocupados por ti, Agustín –se atrevió a decirle finalmente uno de ellos.
     –Bueno, en realidad, todos lo estamos –puntualizó otro, aprovechando el cabo que acababan de lanzar para evitar que marchase.
     –Entiendo.
     –Sí, llevamos varios días comentándolo –apuntó aun otro más.
     –Tenemos la sensación de que te esfuerzas en evitarnos, así que nos sorprende que quieras pedirnos algo.
     –La verdad es que creo haberme equivocado intentando ocultar que llevo tiempo desconcertado, o angustiado, ni bien lo sé. Por eso necesito vuestros consejos. He descubierto que, en cierto modo, os envidio.
     –Ja, ja, ja. Que me acabe de comprar un coche nuevo no te ha de perturbar, Agustín. Prometo dejártelo para una ocasión que consideres especial –bromeó uno levantando una oleada de risas.
     –Te lo agradezco, y tomo nota, pero no se trata exactamente de eso. Aunque he de decir que si bien a mí me cuesta escucharme y entenderme, y creo que este es el origen de mi malestar, me gusta intentarlo sin prisas y me encanta hacerlo oteando un agitado mar otoñal. Tú, con tu nuevo coche, consigues huir de ti con mucha más fiabilidad y los últimos sistemas de seguridad –pese a que Agustín se mostró visiblemente abatido tras estas palabras, éstas azuzaron las risas que aún se oían–. Cada uno de vosotros utiliza diferentes métodos para huir de sí mismo. En algunos casos os limitáis a cambiaros de coche, como has hecho tú provocando, a buen seguro, que muchos otros se lo cambien en breve. En otras ocasiones si uno decide irse una semana a París, el siguiente en partir lo hará para diez días y con destino Berlín.
     –Espero que no estés juzgando la banalidad de nuestras vidas con estos comentarios tan desafortunados –le espetó alguien en ausencia ya de las apagadas risas.
     –No, no. Por favor, no pienses eso. Ya os he dicho anteriormente que, en todo caso, creo que os envidio. Anhelo esa capacidad que habéis desarrollado para sentiros bien. Además, no siempre es material, hay veces en que simplemente sabéis cuando vale la pena arriesgar y cuando es absurdo el hacerlo. Vosotros no perderéis el tiempo en escuchar música que no canten ya cientos de miles de seguidores, sois conscientes del riesgo que conlleva apasionarse por algo que solo a uno mismo entusiasma y de lo poco que se comparte con ello. Tampoco cenaréis en un restaurante del que no se hayan hecho eco en el dominical de tendencias u os haya recomendado alguien a quien admiréis por algún extravagante motivo que...
     –Perdona, pero Ricardo no es extravagante, es mi jefe –se afanó en replicar ofendida una de las chicas.
     –Disculpa, no pensaba en nadie en concreto, tranquila –una aclaración que la chica acogió con claros signos de alivio, no así los demás, que seguían absortos las palabras de Agustín.
     –De momento tiene para todos vosotros –se alzó con sorna una voz femenina.
     –También a ti te envidio, y tu caso es de los más interesantes –señaló Agustín a la mujer que acababa de intervenir –. Disfrutas de un mecanismo con el que huyes de ti y de los demás sin la necesidad de adquirir un automóvil nuevo –la chica entornó los ojos negando con la cabeza que tuviese que escapar de tanta gente, incluso de ella misma, y esperó la explicación que se disponía a darle Agustín–. Tienes la capacidad de no dejar reposar nada alrededor tuyo. Utilizas a los demás como espejos en los que observarte justo como quieres. Provocas una concatenación de detonaciones controladas a fin de disfrutar exclusivamente del reflejo exacto que elucubras en tu mente. Encuentras tantas ventajas en servirte de los demás para no perderte de vista que no entras a valorar la escasa fiabilidad que un espejo cimbreante te ofrece. El control sobre tu entorno y la enloquecida huida de tu vacuidad son una prioridad intrínseca en todos tus actos.
     –¡Si me reflejo constantemente, no podré huir de mí nunca!–exclamó sorprendida, aunque halagada, por haber disfrutado de tanta atención.
     –Bueno, vendría a ser algo así como relacionar la valía personal con el número de seducciones consumadas –comentario que levantó de nuevo las carcajadas de todos–. Algunos os escondéis tras responsabilidades o retos que llenan de ruido vuestro día a día y con los que conseguís escapar de escucharos con la sinceridad del silencio. Lográis esquivaros con tanta efectividad que desconocéis el sonido de vuestra voz. No sólo tenéis todo mi respeto por ello, sino que llego a envidiaros. Me gustaría ser capaz de poder ocultarme, pero no sé cual sería el sistema adecuado para mí, por eso os pido ayuda.

     Instantes después, viendo que hubiese sido difícil que alguien articulase palabra alguna que le sirviese de orientación, Agustín, asegurando que estaba agotado, se excusó y les emplazó a que otro día le ayudasen a desarrollar entre todos unas herramientas que pudiesen resultarle útiles. Así se lo prometieron. En cuanto salió por la puerta, alguien dijo:

     –¿Ha dicho que disfruta viendo el mar en otoño o son figuraciones mías? ¿Cuándo no hay nadie? Agustín está peor, pero es más inofensivo, de lo que temíamos.



Relato publicado en Culturamas

viernes, 16 de julio de 2010

Scott Fitzgerald

"Empiezas fijándote en un individuo y, antes de que te des cuenta, descubres que has creado un tipo; te fijas en un tipo y descubres que has creado... nada. Eso es así porque todos somos bichos raros, más raritos detrás de nuestras caras y nuestras voces de lo que queremos que sepan los demás o de lo que sabemos nosotros mismos. Cuando oigo a alguien que se declara "un hombre corriente, honrado, franco", poca duda me cabe de que padece alguna definida y puede que espantosa anormalidad que ha decidido ocultar, y que su declaración de ser corriente, honrado y franco es su manera de recordarse ese encubrimiento."








El niño bien, Francis Scott Fitzgerald (1986-1940)
Los mejores cuentos. ISBN: 978-84-96707-99-3

martes, 6 de julio de 2010

Paradojas

Paradojas. Las paradojas me resultan perturbadoras y apasionantes, quizás, precisamente, por perturbadoras. Mediante una situación absurda, ilógica o extrema, nos presentan la esencia de una contradicción. Todos tenemos capacidad para entenderlas, pero la paradoja necesita levitar por encima de la lógica. Se nutre de la tensión que genera con su planteamiento, emerge de la abstracción, florece con la entrega a sus razones. El primer paso, no obstante, es comprender sus bases, el resto viene por sí solo.



Jugué pensando en la Paradoja de Schrödinger, un ejercicio mental en el que se supone a un gato compartiendo el interior de una caja opaca con un mecanismo que, en un momento concreto, provocará que el felino tenga un 50% de posibilidades de sobrevivir y las mismas de perecer. No hay término medio. Nosotros, como observadores, conocemos cuando ha llegado el momento crítico y concreto, pero desconocemos totalmente qué ha pasado finalmente con el gato. Una de las teorías que buscan la resolución de esta paradoja defiende que el animal, una vez que el mecanismo reacciona, está a la vez vivo y muerto, compartiendo un plano de la realidad que solo trascenderemos en el momento de comprobar el interior de la caja. Es este el momento en que el ejercicio adquiere su verdadera magnitud ya que es la fricción, la tensión entre contradicciones,  la razón de ser de cualquier paradoja. Cuánto más nos abstraigamos en su resolución, más vida le daremos.



El tratar a la libertad de forma paradójica fue lo que me incitó a crear el Soneto Libre. La primera paradoja, y más evidente, es tratar sobre la libertad en la antítesis de su significado como es un soneto y su corsé métrico. El contenido debería ilustrar sobre mi visión de la libertad individual, que comparto con el alemán Erich Fromm, y que espero haber hecho comprensible para quien pueda leerlo, aun con algo de esfuerzo al ser una paradoja en sí mismo.



Si alguna figura debiese representar a cualquier paradoja, no creo encontrar ninguna más adecuada que el símbolo taoísta taijitu (Yin-Yang). En él se representan tres fuerzas. Por un lado dos fuerzas opuestas, a la par que complementarias, condenadas a luchar eternamente entre sí gracias a una tercera fuerza llamada "de conciliación", cuyo importante fin es el de conseguir que la tensión no decaiga nunca, que no se disperse. Idéntico funcionamiento que el de una paradoja con su abstracta tensión y planteamiento.



Expuesto lo anterior, y sabiendo que el individuo es realmente libre en tanto en cuanto renuncia a su libertad, estoy decidido a hacer el liberador ejercicio de disipar cualquier duda sobre si en mi interior hay algo vivo, rogando que no sea un gato, porque me provocan alergia, y descartando de antemano la posibilidad de estar embarazado.

jueves, 1 de julio de 2010

Contagio

Reviso y recuerdo. Saltan momentos de euforia, de alegría contenida y disimulada y alegría espumosa y enfermiza. Instantes de insondable pesar y aflicción exigen, a su vez, el justo protagonismo en mi memoria, en mi meditar. Amigos sin esfuerzo eternos, enemigos olvidados en infructuosos intentos por eternizarse y algún gran amigo mitificado por los aspirantes a enemigo y con los que se diluyó en la nada. Puestos de trabajo indignos hoy pero que sustentaron el ayer, incluso ilusiones laborales que naufragaron en el retrete. Apuestas ciegas, que no a ciegas, marcadas por el fuego del fracaso. Absurda desconfianza en un futuro que pasó noblemente para sentarse sobre un pueril pasado en el banco central de la Plaza del Hoy, y me observan, y los miro complacido al no dejarme perturbar por esas miradas que ya poco pueden hacer más que reclamar atención.


Lo recuerdo todo sentado en este maltrecho sillón del que me niego a desprender, y al que sigo reservando el mejor rincón del salón. Un salón testimonio de miradas, de riñas y planes, de caricias y susurros sudorosos sobre el sofá, de música sostenida y de largas veladas entre silencios blindados e inquietas musarañas.

Y ella. Ella y su boca. Boca de la que ya no espero oír, porque no lo quiero, qué tan feliz le hago, sino cuán feliz es, aun teniéndome tan y tan cerca. Eso es lo que espero y quiero oír, porque sería el más paritario de los premios que el tortuoso camino nos podría conceder al ser la alegría, además de contenida, disimulada, espumosa y enfermiza, además de todo, contagiosa.

miércoles, 16 de junio de 2010

Soneto libertario

Me recreo en ti, mi bien más preciado,
eludiendo, al verte, la oscuridad,
sin ti no soy, por ti a perpetuidad
en vía muerta y siempre apabullado.

Sin dictados ni leyes me has tocado,
latente alma, río de voluntad,
es, libertad, responsabilidad,
deber de crear, de verme ahogado.

Virtud y temor como toda suerte
amordazada restas aplacada
yo, por no sufrirte, tornarme inerte.

De todo capaz por no perderte,
anhelada, acopiada y maltratada,
lidio por existir al retenerte.

(Imagen: 'Cadena rota pequeña', escultura de Thomas Fischer)

jueves, 13 de mayo de 2010

Anónimo

En mis manos ha caído un relato que quisiera compartir. Es anónimo. Maravilloso mundo el de Anónimo. Casi tanto como el de Seudónimo. En fin, que dice así:

"Soy un hombre muerto. Hoy he despertado a medianoche tan terriblemente sobrecogido que no he podido dormirme de nuevo. Me he quedado despierto sobre la cama. Tumbado mirando hacia el techo. Desnudo. Sudando. Esperando que alguien me rescatase de aquella sensación. Pero es imposible. Nadie va a servirme mi droga aquí. Quizá todo lo contrario. Posiblemente la envíen a cualquier otro lado desoyendo sus deseos de clavarse en mí. De nuevo.

Desconozco cuanto tiempo ha pasado hasta que he decidido incorporarme, adecentar la cama estirando un poco las sábanas y dirigirme a una ducha que creo haber dilatado durante horas. El agua caía sobre mí mientras mi cuerpo permanecía ausente, casi inerte. También mi mente carecía de vida. Parecía pender delicadamente de ella un cartel con un ininteligible epígrafe. Cuando finalmente me he plantado ante el espejo, el pequeño cartel impedía que viese mi ojeroso rostro. Observándolo bien, y maldiciendo su aparición, he acertado distinguir su verdadera leyenda. "Cerrado por defunción" rezaba el letrero. Así. Colgado de un sedal. Como muchas de las esperanzas que había albergado antaño. Con unas grafías dolorosamente frías y directas como balas. Sin extravagantes colores ni adornos sin sentido.

Sin necesidad de utilizar una toalla, me he vestido sin mojar la ropa. He calentado café, me he llevado un cigarro a la boca, como puede hacer cualquier vivo pensante. Cerrado por defunción. Lo he visto claramente. Pero aquí estoy tragando humo mientras tomo café y programo cada hora de la jornada que empiezo"

viernes, 9 de abril de 2010

El habitáculo. 3/3

M. sabía que la posible solución pasaba por encontrar perspectiva suficiente como para poder hilvanar todo lo acontecido, pero le resultaba demasiado complicado, era incapaz de ordenar un torrente de pensamientos, emociones y sensaciones. El dolor había dejado de ser testicular, de tanto como se había extendido, para convertirse en una terrible amenaza para todo su cuerpo. No tenía otra salida, debía poner fin a todo aquello, tenía que tomar una determinación y a ella se vio impelido por el instinto. Demasiado fácil decidirse por el primer paso a dar ya que cualquier intento de incorporarse, de cambiar de postura sobre el catre, le llevaba a priorizar el desprenderse cuanto antes de la carga que tanto mal le comportaba.

Así, M., introdujo ambos brazos bajo la sábana que le cubría y, con cuanta delicadeza como le fue posible, comenzó a frotar su miembro con una meta clara. Hasta entonces, cualquier pensamiento con el que había intentado ocupar su mente era expulsado de ella, sin contemplaciones, por el dolor; ahora era él quién tenía como único fin expulsar algo y nada, ni nadie, podría evitarlo. Sabía que sólo unos instantes le separaban de la liberación que tanto anhelaba. Tan sólo de imaginarse así, liberado, azuzaba en él un incontrolable caudal de frenesí imposible de dominar. Tan sumido se encontraba M. en su empresa que ignoró la presencia de alguien que, con suma atención, le observaba desde la puerta intentando adivinar algo. Pronto, a este primer espectador, se le sumarían tres, luego ocho. Enseguida pasaron a ser veinte las personas que contemplaban tras la puerta las evoluciones de M. Cuarenta curiosos se agolpaban tras el umbral intercambiando miradas y especulando entre ellos. Cada vez más gente reclamaba tener una visión del interior de la habitación. No podían ser privados de aquel espectáculo insólito. Algunos ladinos recurrieron al ventanal como si de una maniobra bélica se tratase. También desde allí pronto sería imposible asistir a tamaño espectáculo por la cantidad de extraños que se congregaron en unos segundos. Se servían, sin pudor, los unos de los otros con tal de poder ocupar las partes altas de la ventana, y otro tanto de lo mismo pasaba ya en el pasillo, tras la puerta, en donde se apilaban sin límite varias decenas de entrometidos. Tal era la presión que ejercían, aquellos que no tenían el privilegio de presenciar personalmente la ocupación de M., que las primeras filas cedieron precipitándose al interior de la cámara.  Se empujaban, se estiraban, repartían codazos con tal de tener acceso al habitáculo, pero lo hacían con sumo sigilo para no interrumpir a M., que era ajeno a todo salvo a una única cosa. Plenamente absorto, casi podía tocar ya su ansiado nuevo estadio.

Un gentío había invadido la privacidad de M. Rodeaban ya su catre. A duras penas podía entrar alguien más. Todos juzgaban el acto de M. Le señalaban mezquinamente. Les horrorizaba lo que estaban presenciando. Seguían amontonándose personas en el pasillo, también tras el ventanal. Gente que presionaba hacia el interior, que rogaban crónicas de lo que acontecía. Deseaban entrar, pero debían conformarse con los comentarios y la expresión de aprensión que contagiaba los rostros como si de una plaga se tratase. Cuanto más lejos de M. se encontrase alguien, más cruel era su juicio, pero todos rivalizaban al mostrar su indignación, así, el efecto era multiplicador. Se miraban y, aquellos que podían, le señalaban. Le señalaban y enloquecían. En tan grotesco e improvisado ejercicio, todas las personas que habían transitado ante la habitación de M., o incluso entrado sin prestarle la más mínima atención a su sufrimiento, ahora le necesitaban. Precisaban de él para ufanarse ante los demás sobre cuan alejados se encontraban de un individuo tan desesperado y capaz de aquello.

M., no sólo había dejado de ser invisible, sino que había pasado a ser absolutamente indispensable. Eso sí, aun con los ojos cerrados y ajeno a la inusitada expectación que se había apoderado del habitáculo, los huevos le dejarían de doler.

El habitáculo 2/3

Empezaba a asimilar que no sería capaz de conciliar el sueño. Para colmo, algo había ido haciendo mella, además del dolor, en sus característicos siempre templados nervios. Cinco putos acordes. Un hilo musical que no había cesado de repetir, con el objeto de crear una atmósfera agradable, cinco jodidas notas que se le estaban empezando a clavar como agujas. La muchedumbre del pasillo. Ese cuartucho. Ese camastro. Su dolor de huevos. Por un momento recuperó la idea de la intervención individual. Ni los estudiantes, ni el zagal con su pelota, le habían prestado la más mínima atención. Necesitaba quitarse ese dolor para poder sobrellevar tan grotesca situación. Debía evitar que el sufrimiento se apoderase de todo su cuerpo. Apenas si podía ya moverse. M. se encorajaba para ponerse manos a la obra cuando una fugaz visión le asaltó de pronto. En ella se distinguió desquiciado, tendido sobre el camastro de un cuartucho sin puerta, con cientos de personas transitando por el pasillo, mientras él, con los ojos perdidos en dirección al techo, resoplaba al frotar sus partes con unas escayolas. Aquello significó un golpe mortal al impulso de apaciguar su desesperación. 


No obstante, no llegó M. a sumirse en la frustración a la que su visión le hubiese condenado. Irrumpieron, muy bruscamente, tres hombres en la habitación que ocupaba, rompiendo así esa peculiar intimidad que el cuartucho le podía otorgar. Uno de ellos abroncaba sin compasión a un joven ante la silenciosa complacencia del tercero, caballero perfectamente trajeado y que ocupaba sus manos en asir un maletín y unas carpetas, además de cargar bajo la axila, pero elegantemente, un tubo telescópico para transportar planos. El joven soportaba con estoicismo el diluvio de exabruptos, menosprecios, lindezas varias y la excesivamente teatralizada gesticulación de un hombre que buscaba constantemente, con fugaces miradas, la aprobación del silencioso hombre trajeado y las manos ocupadas. M., pese a ser incapaz de olvidar su dolor de pelotas, sí había abandonado el recuerdo de su reciente visión y asistía con perpleja atención al comportamiento de esos extraños, tan ajenos, no sólo a su situación, sino, incluso, a su presencia. Ni prisa tenía para que se lanzasen de nuevo al pasillo por el que habían llegado. Comprobaba M. que la bronca no tenía límite. Estaba realizando, el complaciente señor de las malas formas, unas pintadas sobre la pared con las que ilustrar tanto el error como los costes que de éste derivarían para la empresa, mientras, seguía esperando el reconocimiento del otro por el rapapolvo que estaba infligiendo al inexperto trabajador en defensa de la empresa. Mortificado de dolor, a M. le asaltaron una nueva visión y una dolorosa duda. En ella, esta vez, vio con claridad como, en el supuesto caso de que al hombre del maletín, las carpetas y los planos, le sobreviniese un dolor como el suyo, uno de los caballeros no dudaría ni un solo segundo en aliviarle personal y profundamente complacido sin que tuviese que molestarse en descargar ni uno sólo de sus bártulos. Y este arrodillado arrojo no sería precisamente del joven. Tan agudo y fugaz pensamiento, le condujo a valorar que, si bien él nunca hubiese recibido un servicio así por nadie, no sabía qué responderse a si él estuvo cerca de tan execrable deferencia por alguno de sus superiores. Esa duda, al igual que sus pelotas, también le dolió. Ahora sí deseaba que se marcharan aquellos tres hombres, que se arrojasen de nuevo al concurrido pasadizo más allá de su habitación.

Al fin llegó ese momento, cabizbajo, el joven reconoció su error, el segundo, complacido,  miró al trajeado y silencioso tercer hombre en espera de su merecido reconocimiento. En lugar de eso, aquel siguió dueño de su silencio y enfiló el camino al río humano del pasillo, seguido por el apesadumbrado y negligente trabajador. M. comenzaba a vislumbrar nuevamente la paz de su cuarto cuando el hombre del traje frenó bruscamente su camino y, girando sobre sí, miró al joven y le dirigió las únicas palabras que pronunció en todo aquel rato. Le pidió que no cediese a la presión de nadie y que él valoraría mucho más el que la finalización de los trabajos llegase después de las directrices de dirección antes que su aplomo ante el despotismo. Que se asegurase de ello. Volvió a dirigirse hacia la puerta abierta y, esta vez sí, se arrojó al exterior de la estancia. El joven, antes de reemprender su salida, dedicó una mirada al otro, irguió con un golpe de cuello la cabeza y también se lanzó más allá del quicio de la puerta. M. no pudo reprimir del todo una contenida risotada que perturbó aún más al vilipendiado y esforzado abroncador, helado unos intantes ante los pies de la cama, decidió dejarse arrollar, pávido y abatido, por el gentío del pasillo. Nuevas carcajadas, esta vez sí, sin compasión al encontrarse de nuevo solo, recordaron a M. su tremebundo dolor de huevos. Ahí seguía él, sobre el catre, en aquella redecorada habitación, con una enorme puerta abierta ante la que pasaban centenares de personas, con extraños invitados que se permitían el lujo de incomodarle y hacerle sobrecogerse alumbrando dolorosas dudas, sus inmovilizados brazos y su dolor de pelotas.

miércoles, 17 de marzo de 2010

El habitáculo 1/3

M. despertó aquella mañana con las gónadas doloridas, tanto que, en un principio, no había advertido ni donde se encontraba, ni en qué forma lo hacía. Dejaba atrás una noche dura, el colofón perfecto a una serie de jornadas dignas del mejor Kafka. M. no tenía la menor idea de quién era el escritor checo, y de saber de su existencia, aun remotamente, habría removido cielo y tierra en busca de alguna prenda con la que iniciarse en la noble práctica del vudú, desconociendo, claro está, el tiempo que aquel llevaba criando malvas. No podía M. saberlo todo de pronto. No obstante, podía ignorar la figura de Kafka pero era del todo imposible que no tuviese en cuenta el dolor de huevos que tenía. Quizá con una descarga rápida y limpia se habría calmado pero, al tener ambos brazos inmovilizados por sendas escayolas que tan sólo liberaban las primeras falanges de sus dedos anular, corazón e índice, e impedían la flexión de muñecas y codos, debía plantear muy bien la operación. Con algo de maña había alguna posibilidad de superar exitosamente el aspecto de la velocidad –debía ser muy, muy rápido ya que no sabía en qué momento alguien traspasaría el umbral de la puerta de la habitación, que se mantenía abierta de par en par–, pero no estaba nada claro –o más bien sí y tendía a una respuesta bastante negativa habida cuenta de las circunstancias en las que se encontraban sus extremidades superiores– que pudiese ser un final lo suficientemente pulcro o, en su defecto, ser lo bastante rápido, ágil y eficiente en su limpieza posterior. Entre las dudas que contemplaba sobre la eliminación de los residuos y el temor obvio de ser sorprendido, decidió sobrellevar el tremendo dolor que sentía, y que iba abriéndose camino hacia el bajo vientre, moviéndose lo menos posible, que era la opción más eficaz que de momento había sido capaz de encontrar. Con suerte dormiría y, al despertar, se sorprendería con una remisión del dolor.

La fortuna, últimamente, no es que le resultase esquiva, más bien le había borrado de la lista de visitas, ¡y bien que lo sabía! No cesaba de desfilar gente ante la enorme puerta abierta de la pestilente habitación en que se encontraba. Gente a mansalva transitaba a escasos metros de él pero, salvo algunas excepciones, el interior de la habitación parecía pasar desapercibido absolutamente. Una de estas excepciones fue un grupo, de algo parecido a estudiantes, y que se detuvo ante la puerta mirando en torno a él y reanundando su camino tras unos instantes. M. hubiese sido capaz de jurar que no se habían percatado de su presencia, pero era imposible ya que, salvo un gran ventanal, el catre donde yacía y una sillita que hacía las veces de mesita de noche, había muy poco en lo que fijar la mirada en ese cuarto. Imposible que no le hubiesen visto, pero así parecía. Poco después una pelota pegó contra la pata de su cama y, tras golpear en la pared, pareció quedar bajo el camastro. Al instante, haciéndose paso toscamente entre la muchedumbre del corredor con esa gracia y genuina impertinencia del niño al que se le disculpa casi todo, irrumpió a toda velocidad un crío que, deslizándose sin dudarlo casi desde el momento de su entrada al cuarto de M., se lanzó bajo la cama, salió de debajo de la misma por el lado opuesto con el balón en su poder y corrió jubilosamente para entremezclarse de nuevo entre el gentío. La maniobra del pequeño duró unos escasos 8 segundos, 10 a lo sumo, y fue a esa velocidad a lo que M. atribuyó haber resultado invisible nuevamente. 



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sábado, 20 de febrero de 2010

Seísmo

El temblor sólo dura un instante, por infinito y eterno que parezca. Llega y se va. Pero deja tras de si un panorama desalentador de devastación y una empresa complicadísima, durísima, de reconstrucción. Los momentos en que la realidad te coge por la solapa y te levanta un palmo del suelo, son iguales. Te mantiene así, mirándote a los ojos desde tan cerca, que sólo puedes mirar a través suyo. Entonces, cuando empiezas a acostumbrarte a esa óptica, a esa lente, te da un par de sacudidas y te arroja al suelo con repentino desprecio y sin aviso.

Ahí te ves, de pronto, yaciendo en el suelo y rodeado de fragmentos, pedazos y restos que deberías reconocer pero que ya no conoces. Lanzándote a hacer acopio de cuántos retazos y porciones de esa visión previa a la sacudida retenga aún tu mente. Disponiéndote a colocar pacientemente, pero con firme decisión, las piezas. Sentado en el suelo te sorprendes desagradablemente al comprobar que todas las piezas, del enorme macizo de retazos que tienes ante ti, encajan perfectamente unas con otras, da igual cual de ellas elijas, con cual quieras hacer casar la que tienes en tus manos, todas encajan a la perfección y a tu antojo. Entonces desesperas hasta caer en la cuenta de que la realidad no se dicta, ni se impone. Se persigue, pero no se captura. Se busca, pero no se encuentra. La realidad no se describe, no se dibuja, no se esculpe. Es etérea. No es un ancla, ni te obliga a varar. Y así te lo recuerda en ocasiones, aunque se manifieste bruscamente.¿Qué sería de ti sin tus circunstancias? ¿Sin tus anhelos? ¿Sin esas necesidades que sólo tú entiendes? ¿Qué sería de tu existencia sin que la realidad te recordase, catarsis mediante, que tuyas son las piezas de tu rompecabezas?

jueves, 11 de febrero de 2010

Polvo de recuerdos (1/?) 13 Perversiones.

Del mismo modo que no había sitio para más flores en los terrarios de la casa de Ellen y Mark, no cabía más dolor en las almas de Peter, Margarett y Rose, sus adorables, entrañables y queridísimos hijos.
Era relativamente reciente el tiempo en que todavía compartían techo padres y hermanos, hoy solamente Rose y su marido, Kevin, iban periódicamente a visitarlos y compartir mesa en fechas señaladas. En estos encuentros, siempre bien espaciados en el tiempo, se eludía hablar de determinados asuntos o de situaciones muy concretas. Inicialmente se evitaba porque los desagradables acontecimientos, aunque llevaban tiempo gestándose, se habían precipitado demasiado bruscamente como para poder tratarlos con un mínimo de objetividad. Sin embargo, esta actitud se había asentado definitivamente y nadie tenía el suficiente arrojo como para echar a perder la poca ilusión que se escondía tras aquellos eventuales ágapes, más aun, a sabiendas que, lejos de sacar algo positivo de ello, sólo se conseguiría desenfundar los reproches que todos guardaban con celo, además de arrancar las sangrantes costras que intentaban sanar en íntimo secreto compartido. Tan sólo Rose y, en consecuencia, Kevin eran capaces, en la privacidad y el calor de su propio hogar, de desahogarse de tanta opresión y angustia. Eran, no obstante, intentos infructuosos de despojarse de la pena, ella lo sabía con rotundidad y por experiencia, pero no desistía en su empeño, impelida más por una necesidad inconsciente que por un éxito que conocía harto improbable. Kevin tenía perfectamente asumido su papel en esos momentos, y se limitaba a acompañar a su esposa durante esos accesos de ira y amargura, esforzándose, cada vez con menor intensidad, en que su esposa aceptase las terribles circunstancias que había vivido y que atormentaban su existencia. (...)

martes, 9 de febrero de 2010

Torrent desbordat


"No, no necessito que m'ajudis, hòstia!", va exclamar. Estava realment emprenyada, mai no l'havia vist d'aquesta forma, bé, si hem de ser sincers, una vegada sí l'havia vist molt, però que molt emprenyada, potser no tant com avui, però gairebé. Resulta que s'havia empipat com una mona sense motiu, al menys jo no el vaig trobar d'entrada. El fet és que, quan vàrem arribar, trobàrem la Sílvia ben embolicada fent neteja per tota la casa, estava tot empantanat, era ben evident que no li donaria pas temps a endreçar-ho tot abans de marxar, i s'hi pujava per les parets. Jo, testimoni accidental de tot plegat, no trobava justificada aquella reacció només per què la Susanna li recordés a quina hora tenia la visita al metge aquella tarda, a més d'avisar-la que, per la seva banda, començava a endreçar el dormitori, que sinó faríem tard. Paraula que va ser l'únic que li va dir, jo en vaig ser testimoni, i a més ho va fer d'un mode ben innocent. En sentir aquell crit de la Sílvia, la Susanna va quedar ben glaçada. El rostre no li va canviar d'expressió durant uns segons, que se'm feren eterns mentre dubtava en intentar apaivagar els ànims o fugir per no pagar el beure, però les hi havia de portar jo, així que vaig descartar la fugida. De seguida, se li varen humitejar els ulls, no va arribar a vessar cap llàgrima, però estava més a prop de tenir dos torrents desbordats, que de poder articular una resposta, fos la que fos.

Així vaig entendre el que, per aquella parella, lluny de ser una visita mèdica rutinària, era allò més proper a l'amenaçadora sentència d'un tribunal.

viernes, 5 de febrero de 2010

L'homme qui marche I

¿Alguien se resiste a observar sigilosamente a este "caminante sin camino" durante horas?





Podemos convenir, discutir, echarnos las manos a la cabeza, indignarnos o congratularnos por el precio alcanzado por unos kilogramos de bronce fundido, pero es indiscutible que la escultura "L'homme que marche I", de Alberto Giacometti (1901-1966), ha marcado un hito.


La obra rebosa arte, creatividad y experimentación por cada uno de los poros que el bronce fundido, de la que está hecha, pueda tener. No cabe duda que la cifra pagada es difícilmente calificable, pero la pieza esgrime como argumentos el tener, por méritos propios, un lugar destacado en la iconografía y la experimentación del S.XX. En contraposición con las formas propuestas por Giacomotti, la figura transmite una naturalidad de movimientos muy difícil de explicar. Una obra maestra de 65 millones de libras, que es lo mismo que 74,1 millones de euros, o que 104,3 millones de dólares, en pesetas prefiero no ponerlo.


lunes, 25 de enero de 2010

Vides creuades

Un diumenge a casa dels Romeu-Garcia:
- Guiu, hem de parlar. Així no podem pas continuar. Ho comprens, oi?
- Sí, jo també havia de parlar amb tu d'això, Mercè.
- La veritat és que no sé ben bé per on començar. El que tu tinguis la mateixa sensació, però, ens facilitarà les coses, espero.
- Bé, mentre no les compliquin més, ja em dono per satisfet, però tinc els meus dubtes de com portarem aquest tema.
- Guiu, al cap i a la fi, ja sabem que mai no són fàcils aquests punts i final. Però som madurs, i jo et tinc per un home intel·ligent i sensat.
- Coi, Mercè! No té res a veure com pugui arribar a ser d'intel·ligent. Potser si haguéssim estat intel·ligents de veritat no ens hi trobaríem en aquesta situació, no creus?
- És possible, però ens hi trobem, i no hi ha res a fer... a més, t'he de dir una cosa. Té a veure amb en Miquel i l'Anna- quan en Guiu va sentir aquests noms, el cor li va sortir per la boca. Els seus amics, amics de tots dos. Sempre anaven plegats a tot arreu: cinemes, sopars, futbol... massa plegats fins i tot. "L'Anna", pensava dolçament.- Guiu -prosseguí la Mercè- en Miquel i jo...
- Calla! No cal que ho diguis...

En el mateix moment, a casa dels Llopis-Ruiz:
- Miquel, hem de parlar. Així no podem pas continuar. Ho comprens, oi?
(...)
- Calla! No cal que ho diguis...

L'home-nen

El nen despertava fet un home. Un home que intentava ser persona. Recordava amb nostàlgia els somnis d'infantessa, les corredisses amb companys d'escola que el temps s'endugué, aquella primera noia amb la que volia tenir els seus primers jocs de mans, somnis i idees de bomber, la percepció que el futur era immediat i no tan abstracte com ara ho sentia, si el present li ho permetia, és clar.

El nen tenia pressa per arribar a tot, si havia res que romangués eteri en un demà, llavors, s'hi abalançava sense cap mirament; l'home, en canvi, sabia que tot arriba i no tenia pressa per res, "ja en tinc prou deixant-me portar per les obligacions que em roben els minuts del dia"- es repetia tot sovint.

El nen volia ser gran, com ho recordava ara l'home! El nen volia aquella sensació de poder amb tot, de tenir respostes per tot, de dominar totes les situacions, de tenir sempre la força de la raó... però ara, l'home, no volia tenir l'obligació de poder amb tot, no tenia respostes per tot, no dominava totes les situacions i les seves raons no tenien cap força a poc que se les repensés un parell de vegades.

El nen veia en ser home la raó de la vida, i l'home veia en les il·lusions del nen la força de la vida.

Un dia, una idea va fer que l'home s'hi llevés com feia temps que no recordava sentir-s'hi. "Tant complicat no podia ser viure com un etern 'Home-nen', no?"- va pensar. I la idea de no ofegar la vida dins el present, de fer-se propietari del temps i les il·lusions del futur, li dibuixaven tal somriure al rostre que fins i tot li feia mal. Estava decidit a no deixar d'existir i a donar ales al nen que encara bategava dins seu, va agafar llapis i paper, i va començar a escriure.
Il·lustració Alcover

jueves, 14 de enero de 2010

Felpudo (1/?) 13 Perversiones.

Dramáticamente iluminado bloque de oficinas de Bangkok
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Una noche no más fría que otras, ni más oscura que la de ayer o la de mañana, una avenida poco transitada, un bloque de apartamentos, un portal claro, perfectamente iluminado, un ascensor, una puerta y el frío felpudo de "Bienvenido" a sus pies. Dentro, un niño duerme plácdamente y ajeno a la ruleta de la vida en la habitación del fondo, su hermana chatea con sus amigas en su habitación y una mujer repasa los títulos de los lomos de una decena de libros que, muy pacientemente, han estado esperando unas manos que pasen sus hojas en íntimo secreto. La cocina recogida, ya impoluta tras las cenas preparadas. Es bastante tarde. La puerta del apartamento no se abre, ni nadie espera que lo haga. El teléfono no suena, ni nadie piensa que lo vaya a hacer. Nadie espera a nadie. Un ramo de flores marchitas, en un jarrón sobre una mesita bajo la ventana, decora el comedor. Una nota cuelga de uno de esos tallos que, no hace mucho, estaban llenos de vida. Pequeña. Semiabierta. Se abre una puerta. La mujer se asoma al pasillo con un par de libros en la mano. Es la hija. Las amigas se deben haber rendido al reloj. Tiene sed. Cruzan la mirada accidentalmente. La hija se acerca bajando la cabeza y la apoya en el pecho de su madre. Una mano le acaricia el pelo. Los dedos se entremezclan en una larga y lacia melena. Una respiración entrecortada se intuye como antesala del inminente sollozo. Media vuelta hacia la cocina. Un vaso de agua. De nuevo rumbo silencioso a la habitación. Dos libros en una mano, en la otra un mentón preocupado. Un cuerpo con la espalda sobre el marco de la puerta del comedor. Segundos. Minutos. Silencio. Rendición. Camino al dormitorio. Es muy tarde. Se abre la puerta de la habitación, pero nadie pasa, nadie entra. Se cierra de nuevo. Despacio. Segundos. Minutos. Un sofá en el comedor. Silencio... Suena el despertador. Una nueva mañana que organizar. El tiempo es corto, la escuela espera a los niños. La hija se espabila sola, salvo discusiones matutinas sobre presuntas prioridades en el orden de acceso al baño.

martes, 12 de enero de 2010

Nadja

Ya entraba el ocaso del día. Parecía que Nadja tenía gran ansiedad por verle entrar por la puerta. Hoy no había tenido un día demasiado agradable, por decirlo de alguna forma; se había discutido con un compañero de trabajo, uno que siempre la mira de una forma especial que la inquietaba excesivamente. Había sido por una memez sin importancia que llevaba un tiempo germinando en el ambiente y que, si este no estuviera tan enrarecido, a buen seguro habría desaparecido mucho tiempo atrás o, mejor aún, ni habría llegado a existir. Para colmo, parecían haberse alineado las estrellas en su contra y, en un tema que para ella era tan evidente, el jefe del departamento había resuelto terciar en una disputa que “les estaba ocupando demasiado tiempo” y paulatinamente “atrayendo la atención del resto del personal”. Para asombro de Nadja, éste se alineó con la visión, para ella tan absurda, que su compañero defendía, dejándola en evidencia bruscamente ante todas las miradas de soslayo de sus compañeros. Por si fuera poco escarnio, aprovechó la tesitura para recriminarle su actitud en las últimas semanas, poner de manifiesto que estaba muy descontento con su labor y dedicación y “que lo último que faltaba era que andase a la greña con sus compañeros enrareciendo un ambiente laboral tan positivo”. Nadja no salía de su asombro: “!Pero si debo ser de los pocos trabajadores de esta oficina que se lleva expedientes, con sus respectivos dolores de cabeza, a casa! ¿Qué pasa?" -pensaba con una ira que tan solo su mirada y la expresión de su boca podrían delatar- "¿Que yo no me publicito ante él de llegar la primera y, en gran número de ocasiones, ni salir a comer? ¿Cuántos de estos empleados, que tanto intuyo ahora adorados gratuitamente, han hecho algo así? ¿Sabe este grasiento engreído las veces que he resuelto los problemas de mis compañeros? Y problemas que no me concernían en lo más mínimo, pero que podrían haber retrasado, o incluso llevado al traste, algunos de los proyectos de estos desagradecidos que ahora miran y oyen a escondidas, en silencio e impasibles, toda esta retahíla de acusaciones. No soporto a este prepotente de natural enfermizo de Claudio porque nos mira a todas como si fuésemos bistecs. No es que piense con el rabo, es que mira y habla con él. Desde la señora de la limpieza, hasta a la posible clienta que se marcha incrédula ante semejante descaro. Cualquier mujer se ha sentido desnudar por esa mirada que se enrojecía por momentos. ¡Qué asqueroso!”

Taza de café, libros antiguos y flores secas. Estudio todavía la vida. Una mezcla a base de fotos de mediano imagen. Imagen de extrema suavidad, texturas, y el grano. photo

Pero ahora ya estaba en casa, desde hacía un rato, de hecho se había podido preparar un café mientras intentaba seleccionar qué libro iba a utilizar para evadirse, cual de los títulos que dominaban con privilegio el salón iba a acaparar su atención en los próximos días. No obstante, era incapaz de centrarse. Estaba muy enojada. De hecho, cada vez que pensaba en la discusión de la tarde se enojaba aún más, crecía la indignación dentro de ella. “¿Cómo era posible que estuvieran descontentos con su dedicación en aquella empresa de incompetentes?”, se repetía cada vez con más rabia, pero no conseguía entenderlo. Lo más que llegaba a acercarse a alguna idea remotamente cercana a una conclusión era algo que ya le había asaltado por la tarde. La idea de que no entrar en el juego en que muchos de sus compañeros eran expertos, el de venderse y adornarse por encima de la eficiencia profesional, cada vez cogía más peso, forma, y consistencia. Pero tampoco la veía como la razón definitiva. Había llegado tan desganada a casa que ni siquiera se había puesto cómoda, aún seguía con la falda de tubo que tapaba sus rodillas y aquella camisa blanca con chorreras. Ni los zapatos se había cambiado, de hecho, estaba muy acostumbrada a los tacones y no tenía necesidad de quitárselos a la primera oportunidad. Seguía ahí, de pie, mirando la librería, intercalando en su mente títulos de novelas y ensayos con los recuerdos desagradables de la jornada y no conseguí decidirse. Había ido poniendo unas dos docenas de libros sobre la mesa. Cogía un ejemplar que le llamara la atención, bien por el recuerdo de alguna conversación bien por tenerlo pendiente siempre como el siguiente, lo abría con delicadeza, leía alguna reseña, lo olía y lo dejaba sobre la maciza mesa de madera. En esto que oyó las llaves jugueteando, y el ruido de una de ellas entrando en la cerradura suavemente. “¡Ya ha llegado!”, pensó, pero inmediatamente, tras tanto desear que llegase, se dió cuenta que lo último de lo que tenía ganas, en ese instante, era el de someterse a otro juicio explicando todos los detalles y darle vueltas sometiéndose a posibles preguntas y opiniones, por lo que no se alegró tanto como pensaba no hacía tanto rato. Él entró al comedor y se extrañó al verla algo seria pero, y por encima de todo, de verla aún sin cambiar antes de entregarse a otros quehaceres. La miró a los ojos, sonrió de medio lado hasta que ese gesto se esfumó de su boca al tener que reclamar su atención nuevamente ya que ella volvía a centrarse en los libros. Consiguió que le mirase de nuevo tras pronunciar mediante un susurro su nombre y clavó una intensa mirada sobre sus ojos. Comenzó a acercarse lentamente, se quitó la chaqueta y la dejó caer sobre un cofre que había a su paso junto a la pared, siemrpe sin dejar de mirarla y sin dejar de avanzar lentamente hacia ella que, dicho sea de paso, había dejado de alimentar la algarabía de pensamientos que le habían estado aturdiendo. Ella estaba de pie, espectante, analizando la mirada de Ros mientras este seguía con su profunda mirada clavada impasible en los ojos de ella y recuperaba un malicioso gesto en los labios. Se paró a pocos centímetros de ella, que restaba inmóvil pero respondiendo al reto que intuía en los ojos de Ros, mientras el corazón le  palpitaba con suma y creciente fuerza. Él pasó sus manos entre el torso y brazos de ella a la altura de la cintura, y fué bajándolos y pasándolos a su espalda a un ritmo muy lento hasta llegar a su culo que apretó con creciente fuerza. En ningún momento se besaron, se contenían a hacerlo. Habían pasado unos minutos desde que entró en casa y se vieron, pero no lo parecía en absoluto. Entonces él comenzó a levantar tan lentamente la falda que ella debía enjaular toda la creciente pasión para no estropear ese momento. Cuando hubo llegado a la cintura pasó las manos por detrás de sus muslos, la asió así hasta sentarla encima de la mesa, siempre con los ojos fundidos en los de ella, la recostó ligeramente, le abrió la camisa con delicadeza y, sin cesar en ese intercambio de fuego con los ojos, se decidió a desprenderla de sus bragas, muy poquito a poco, lentamente recorrieron sus muslos, sus rodillas, las pantorrillas, llegaron a esos preciosos tobillos y acabaron dejando atrás sus delicados pies. Acto seguido tomó asiento y procedió a hacerle saborear a Nadja la culminación de su mirar.
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