miércoles, 17 de marzo de 2010

El habitáculo 1/3

M. despertó aquella mañana con las gónadas doloridas, tanto que, en un principio, no había advertido ni donde se encontraba, ni en qué forma lo hacía. Dejaba atrás una noche dura, el colofón perfecto a una serie de jornadas dignas del mejor Kafka. M. no tenía la menor idea de quién era el escritor checo, y de saber de su existencia, aun remotamente, habría removido cielo y tierra en busca de alguna prenda con la que iniciarse en la noble práctica del vudú, desconociendo, claro está, el tiempo que aquel llevaba criando malvas. No podía M. saberlo todo de pronto. No obstante, podía ignorar la figura de Kafka pero era del todo imposible que no tuviese en cuenta el dolor de huevos que tenía. Quizá con una descarga rápida y limpia se habría calmado pero, al tener ambos brazos inmovilizados por sendas escayolas que tan sólo liberaban las primeras falanges de sus dedos anular, corazón e índice, e impedían la flexión de muñecas y codos, debía plantear muy bien la operación. Con algo de maña había alguna posibilidad de superar exitosamente el aspecto de la velocidad –debía ser muy, muy rápido ya que no sabía en qué momento alguien traspasaría el umbral de la puerta de la habitación, que se mantenía abierta de par en par–, pero no estaba nada claro –o más bien sí y tendía a una respuesta bastante negativa habida cuenta de las circunstancias en las que se encontraban sus extremidades superiores– que pudiese ser un final lo suficientemente pulcro o, en su defecto, ser lo bastante rápido, ágil y eficiente en su limpieza posterior. Entre las dudas que contemplaba sobre la eliminación de los residuos y el temor obvio de ser sorprendido, decidió sobrellevar el tremendo dolor que sentía, y que iba abriéndose camino hacia el bajo vientre, moviéndose lo menos posible, que era la opción más eficaz que de momento había sido capaz de encontrar. Con suerte dormiría y, al despertar, se sorprendería con una remisión del dolor.

La fortuna, últimamente, no es que le resultase esquiva, más bien le había borrado de la lista de visitas, ¡y bien que lo sabía! No cesaba de desfilar gente ante la enorme puerta abierta de la pestilente habitación en que se encontraba. Gente a mansalva transitaba a escasos metros de él pero, salvo algunas excepciones, el interior de la habitación parecía pasar desapercibido absolutamente. Una de estas excepciones fue un grupo, de algo parecido a estudiantes, y que se detuvo ante la puerta mirando en torno a él y reanundando su camino tras unos instantes. M. hubiese sido capaz de jurar que no se habían percatado de su presencia, pero era imposible ya que, salvo un gran ventanal, el catre donde yacía y una sillita que hacía las veces de mesita de noche, había muy poco en lo que fijar la mirada en ese cuarto. Imposible que no le hubiesen visto, pero así parecía. Poco después una pelota pegó contra la pata de su cama y, tras golpear en la pared, pareció quedar bajo el camastro. Al instante, haciéndose paso toscamente entre la muchedumbre del corredor con esa gracia y genuina impertinencia del niño al que se le disculpa casi todo, irrumpió a toda velocidad un crío que, deslizándose sin dudarlo casi desde el momento de su entrada al cuarto de M., se lanzó bajo la cama, salió de debajo de la misma por el lado opuesto con el balón en su poder y corrió jubilosamente para entremezclarse de nuevo entre el gentío. La maniobra del pequeño duró unos escasos 8 segundos, 10 a lo sumo, y fue a esa velocidad a lo que M. atribuyó haber resultado invisible nuevamente. 



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