viernes, 9 de abril de 2010

El habitáculo 2/3

Empezaba a asimilar que no sería capaz de conciliar el sueño. Para colmo, algo había ido haciendo mella, además del dolor, en sus característicos siempre templados nervios. Cinco putos acordes. Un hilo musical que no había cesado de repetir, con el objeto de crear una atmósfera agradable, cinco jodidas notas que se le estaban empezando a clavar como agujas. La muchedumbre del pasillo. Ese cuartucho. Ese camastro. Su dolor de huevos. Por un momento recuperó la idea de la intervención individual. Ni los estudiantes, ni el zagal con su pelota, le habían prestado la más mínima atención. Necesitaba quitarse ese dolor para poder sobrellevar tan grotesca situación. Debía evitar que el sufrimiento se apoderase de todo su cuerpo. Apenas si podía ya moverse. M. se encorajaba para ponerse manos a la obra cuando una fugaz visión le asaltó de pronto. En ella se distinguió desquiciado, tendido sobre el camastro de un cuartucho sin puerta, con cientos de personas transitando por el pasillo, mientras él, con los ojos perdidos en dirección al techo, resoplaba al frotar sus partes con unas escayolas. Aquello significó un golpe mortal al impulso de apaciguar su desesperación. 


No obstante, no llegó M. a sumirse en la frustración a la que su visión le hubiese condenado. Irrumpieron, muy bruscamente, tres hombres en la habitación que ocupaba, rompiendo así esa peculiar intimidad que el cuartucho le podía otorgar. Uno de ellos abroncaba sin compasión a un joven ante la silenciosa complacencia del tercero, caballero perfectamente trajeado y que ocupaba sus manos en asir un maletín y unas carpetas, además de cargar bajo la axila, pero elegantemente, un tubo telescópico para transportar planos. El joven soportaba con estoicismo el diluvio de exabruptos, menosprecios, lindezas varias y la excesivamente teatralizada gesticulación de un hombre que buscaba constantemente, con fugaces miradas, la aprobación del silencioso hombre trajeado y las manos ocupadas. M., pese a ser incapaz de olvidar su dolor de pelotas, sí había abandonado el recuerdo de su reciente visión y asistía con perpleja atención al comportamiento de esos extraños, tan ajenos, no sólo a su situación, sino, incluso, a su presencia. Ni prisa tenía para que se lanzasen de nuevo al pasillo por el que habían llegado. Comprobaba M. que la bronca no tenía límite. Estaba realizando, el complaciente señor de las malas formas, unas pintadas sobre la pared con las que ilustrar tanto el error como los costes que de éste derivarían para la empresa, mientras, seguía esperando el reconocimiento del otro por el rapapolvo que estaba infligiendo al inexperto trabajador en defensa de la empresa. Mortificado de dolor, a M. le asaltaron una nueva visión y una dolorosa duda. En ella, esta vez, vio con claridad como, en el supuesto caso de que al hombre del maletín, las carpetas y los planos, le sobreviniese un dolor como el suyo, uno de los caballeros no dudaría ni un solo segundo en aliviarle personal y profundamente complacido sin que tuviese que molestarse en descargar ni uno sólo de sus bártulos. Y este arrodillado arrojo no sería precisamente del joven. Tan agudo y fugaz pensamiento, le condujo a valorar que, si bien él nunca hubiese recibido un servicio así por nadie, no sabía qué responderse a si él estuvo cerca de tan execrable deferencia por alguno de sus superiores. Esa duda, al igual que sus pelotas, también le dolió. Ahora sí deseaba que se marcharan aquellos tres hombres, que se arrojasen de nuevo al concurrido pasadizo más allá de su habitación.

Al fin llegó ese momento, cabizbajo, el joven reconoció su error, el segundo, complacido,  miró al trajeado y silencioso tercer hombre en espera de su merecido reconocimiento. En lugar de eso, aquel siguió dueño de su silencio y enfiló el camino al río humano del pasillo, seguido por el apesadumbrado y negligente trabajador. M. comenzaba a vislumbrar nuevamente la paz de su cuarto cuando el hombre del traje frenó bruscamente su camino y, girando sobre sí, miró al joven y le dirigió las únicas palabras que pronunció en todo aquel rato. Le pidió que no cediese a la presión de nadie y que él valoraría mucho más el que la finalización de los trabajos llegase después de las directrices de dirección antes que su aplomo ante el despotismo. Que se asegurase de ello. Volvió a dirigirse hacia la puerta abierta y, esta vez sí, se arrojó al exterior de la estancia. El joven, antes de reemprender su salida, dedicó una mirada al otro, irguió con un golpe de cuello la cabeza y también se lanzó más allá del quicio de la puerta. M. no pudo reprimir del todo una contenida risotada que perturbó aún más al vilipendiado y esforzado abroncador, helado unos intantes ante los pies de la cama, decidió dejarse arrollar, pávido y abatido, por el gentío del pasillo. Nuevas carcajadas, esta vez sí, sin compasión al encontrarse de nuevo solo, recordaron a M. su tremebundo dolor de huevos. Ahí seguía él, sobre el catre, en aquella redecorada habitación, con una enorme puerta abierta ante la que pasaban centenares de personas, con extraños invitados que se permitían el lujo de incomodarle y hacerle sobrecogerse alumbrando dolorosas dudas, sus inmovilizados brazos y su dolor de pelotas.

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