martes, 19 de julio de 2011

Erick, final del camino

Explicarle este final a Ellen, precisamente hoy. Pero debo darle la carta que ha dejado. Debería intentar brindarle aliento, ofrecerle una explicación a la que aferrarse para no perderla, de algún modo, también a ella. Pero ni siquiera soy capaz de encontrar razones para mí, para no sucumbir yo. Somos humanos y, como tales, podemos ser insensibles rocas capaces de hundirse irremisiblemente en la primera ciénaga del camino en lugar de bordearla. Siempre había admirado de Erick esa granítica expresión de control. Quizá hacía mucho que se había borrado de su cara y no me había dado cuenta.

Jamás tuve la impresión de que debía preocuparme por Erick. Supongo que les tenía demasiado respeto a él y a su hermetismo. Era Erick, joder. La insensible roca Erick. El autosuficiente Erick. Erick y sus ilusiones. Erick, el que me animaba a buscar allí donde nunca me atrevía, a no conformarme sólo con lo que veía. Qué paradoja. Qué mal me enseñaste a hacerlo, Erick. Mi amigo y su segura imagen rotos para siempre, de pronto, sin haberme dado cuenta de nada. Ahora queda lacerarme hasta entender que, cuanto en él veía, no era sino lo que yo necesitaba que él representara para mí.

Para él todo era relativo, poco espacio dejaba para las cosas blancas o negras, y los hechos volvían a darle la razón incluso ahora que la había perdido del todo. La mayoría necesitamos organizar todo aquello que encontramos a nuestro paso, bien sean hechos, acciones o ilusiones, bien sean propios o ajenos. Queremos que las cosas sean blancas o negras, buenas o malas, amadas u odiadas y, de esta forma, poder ir apartando a uno u otro arcén cuanto encontremos. Hemos de transformar nuestro grácil caminar en una carrera lineal, sin obstáculos, limpia, que nos permita recorrer la recta de tribuna con un gesto de absurda suficiencia. Erick no era tan simplista, en su camino también había trastos apartados a uno u otro lado del camino, pero eran los menos. Él avanzaba armonioso por una vía que resultaría impracticable para los demás. Así como yo aparto a un lado a quien se equivoca y me provoca un perjuicio, también va al arcén opuesto aquel que me brindó un día su apoyo o a quien creo que merece mi estima. Y allí se quedan. El resultado, según Erick, en cualquiera de los casos, no era otro que el del olvido, impedirme dar con la realidad relativa –como tanto le gustaba decir– y que, por haber clasificado, odiaría para siempre sin recordar porqué o amaría por simple costumbre. Hoy, tras años pensando que entendía sus palabras, éstas me resuenan como nunca y no puedo evitar el darle la razón. Ahora, parado en el arcén, antes de encontrarme con Ellen, intento dar con la forma de explicarle esto, que le etiquetamos y nos olvidamos de él, que lo clasificamos, metimos a Erick en una urna con su correspondiente placa y nos olvidamos de andar junto a él. No supimos ver las energías que se estaba dejando, tampoco recordamos lo que suponía esto para él. Todo estaba bien ordenado en su correspondiente vitrina, con su placa y su leyenda.

Erick no gritó pidiendo auxilio. Estoy seguro de que se limitó a mascullar algo parecido a un quejido. De todas formas, si se hubiera dejado la voz insinuando que necesitaba ayuda, la vitrina en la que estaba metido nos habría impedido oír que no era tan fuerte como pensábamos, así como ver que las rocas, por muy duras que parezcan, se hunden. Como le ha pasado a Erick. Mi inconformista amigo con alma de emprendedor. O eso creo.

Relato publicado en BCNmes Nº2, Arroz Negro.

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