Sabía muy bien lo que
hacía al sellar el mundo, quedarse dentro y contemplar cómo
los pedazos de cielo se precipitaban al fin sobre todas las cosas.
Decidió hacerse daño recordando, con una profusión
de detalles que hasta ese momento se tenía prohibida, los días
que las palabras de ella habían iluminado dando forma de
presente a las imágenes más imposibles. Tocó su
risa apoyado en sus manos y perdido entre sus dedos. Evocó
también cuando eran capaces de contener el aire con el firme
propósito de no romper puente alguno a un descanso más
profundo, aun con la absoluta certeza de que ningún sueño
sería capaz de superar a la mejor de las fantasías.
Desearon usurparle a la vida el pedazo suficiente de tierra firme
sobre el que el sueño más grato pudiera reposar para no
desprenderse jamás del tacto de cada poro, reconocidos, uno a
uno, bajo todos los fuegos; de la música de cada jadeo,
dictado imposible de enjaular en el interior de un pentagrama; del impacto de cada latido, y las nuevas esquirlas,
hundiéndose en ellos a cada golpe, inyectando más deseo; de los
sabores densos, y las notas de olor, de sus cuerpos.
Dejar a la memoria hacer su trabajo trae consigo el riesgo de vivir,
todo lo que quede de vida, el mismo momento. Ahora no necesita más
que una maleta para los cuatro trastos que creen que va a necesitar y
que ya le han ayudado preparar. Va a dejar atrás cosas de las
que nunca había pensado desprenderse. Observa como lo hacen
convencidos de que es lo único necesario para él. Es
indiferente al interior de la maleta. Satisfecho de no haber
olvidado, de llevar lo importante tan adentro como desea, porque eso
ya no depende de nadie más que de él. Así que se
deja llevar.
Entra en el coche sin atender a la casa, no ha cerrado él su
puerta, no necesita despedirse de ella y no echa la vista atrás
cuando el coche emprende su marcha. Aceleran y recorren las calles
del que había sido su barrio, mira a los hijos de algunos
vecinos de los que tampoco pudo despedirse. Recorren una ciudad de la
que apenas le importa acordarse, unas avenidas transformadas,
incapaces de guardar recuerdo alguno, que ya no son por aquellas por
las que paseó de joven. Quizá, si le consultaran,
aceptaría pasar por el lugar en el que se crió; no
obstante, es mejor así, no podría distinguir a uno de
sus hermanos en algún rincón conocido que aún
existiese.
La ciudad va quedando atrás y el coche se adentra en unas
débiles montañas que pronto dejan espacio a un valle,
en el centro del cual se distinguen dos enormes cajas de hormigón. Será allí donde aguardará despierto,
donde desplegará sus recuerdos como único e
indispensable equipaje, donde recordará sus formas, por
entonces, y para siempre, tan suaves y perfectas como su adiós. Dormida junto a él.