Hace unos días trataba de escribir en la barra de un bar. Intentaba que el desorden con el que cargo cuando no sé bien qué decir fuese imperceptible para el resto de clientes hasta que un viejo bajó de su taburete y se me acercó. Mi primera intención, claro, fue la de ignorarle, pero se detuvo a mi espalda en un ridículo silencio que su costosa respiración malograba. Tras unos segundos de incertidumbre, mis ojos fueron en su búsqueda estirando de mi cabeza y de mi tronco en su dirección hasta mirarnos fijamente a menos de un bolígrafo de distancia. Y esperé. Porque, si bien no habíamos pactado nada con antelación, el próximo movimiento le correspondía a él y yo no pensaba alterar el extraño orden que las cosas se encaprichan en tener. Así que esperé. Cuando consideró que ya me había permitido lo suficiente observar desde muy cerca el cansancio en su iris me pidió permiso para hacer algo en una de las hojas que cubrían la zona de la barra que tenía colonizada. Le ofrecí mi bolígrafo y le indiqué un hueco en el que podía escribir o dibujar lo que quisiese. Se apoyó en la barra de tal forma que me impedía ver lo que hacía con mis papeles. Unos segundos después, antes de incorporarse, dio la vuelta a la hoja, me miró, me devolvió el bolígrafo, me aseguró que cada día piensa en lo que me ha escrito y se despidió.
Lo que dejó escrito es lo de menos, quizás, pero, con muy mala caligrafía, fue esto:
"¿Dónde mueren los sueños? En un lugar llamado MIEDO."
Ah, sí, también dejó pagado mi café.
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Nighthawks, Edward Hopper |